Miguel Ángel Gómez Polanco
En aquella ocasión, desempleado, buscaba
oportunidad casi en lo que fuera –y sí, “casi”; para no echar a perder la
opción y, con ello, el negocio de quien me contratara, por no saber, como
dicen, “a qué le tiraba” -. Un buen amigo me dijo: “manda tus papales a la
dirección que te daré y te entrevistarán. Hay gente de Pemex contratando
eventuales”. No se lo creía. y contesté, con espasmo: “Pero yo de la industria
petrolera sé lo que algunos políticos de gobernar ¿no importa?” a lo que mi
entrañable compañero –quien por cierto, ya trabaja ahí y es médico- me
contestó: “no hay problema, no importa”.
En
ese momento confirmé mis incipientes sospechas: a Pemex le vale un carajo la
profesionalización de sus empleados; sindicalizados o no.
Fue
entonces cuando me dediqué a perder el tiempo de manera más productiva e
indagué los términos en que trabajan los “privilegiados”, como muchos los
llaman, centrándome en el insufrible régimen que desde 1996 comenzó, cuando Carlos
Romero Deschamps sustituyó a Sebastián Guzmán en la dirigencia del sindicato
más corrupto y corruptible de México y que, junto con el SNTE y derivados,
tienen a dos de los temas imperantes en el país al borde del colapso. Ahí le va
por qué:
El Sindicato de
Trabajadores Petroleros de la República Mexicana cuenta con poco más de 150 mil
empleados, quienes a nivel gremial reciben la nada despreciable cifra de 65 mil
dólares al día por conceptos de producción. Estos se suman a los jubilados y de
confianza, para dar un total de 208 mil 162 personas.
Además,
dentro de su estructura destinan cerca de 136 millones de pesos para varias de
sus “necesidades”, como “ayuda” para gastos por los festejos del
Desfile del 1ero de Mayo y el Aniversario de la Expropiación Petrolera, así como
costos de contratación, digamos, “exigidos”, por el Contrato Colectivo de
Trabajo que a su vez, representa la absorción de aproximadamente el seis por
ciento de los ingresos totales de Petróleos Mexicanos.
Una
vez aterrizada la idea, me permito mencionar que me negué rotundamente a
trabajar en Pemex o siquiera mandar mis documentos; eso sí, agradeciendo a mi
amigo por el ofrecimiento. La razón era sencilla: trabajando ahí ¿cómo reclamar
el ultraje a una supuesta soberanía que de 1938 se ha visto prostituida por
intereses muy particulares?
La
situación de una paraestatal que, como bien lo señala el rotativo inglés The
Economist, “no es vista como una empresa con fines de lucro”, sino como un cochinito
de ahorros sin fondo (sic), debe someterse a la revisión y consenso sociopolítico
para determinar qué es lo que realmente le hace falta; aunque una cosa sí es
segura: reformarla constitucionalmente, no tiene que ver con ello.
Es
impermisible que con el ventajoso estatus que guarda un sindicato a todas luces chueco, con una presencia tumultuaria en el Consejo de
Administración que decide qué hacer con Pemex y sus dineros; donde de 15
representantes, una tercera parte les pertenezca (sólo uno menos que la
representación del Ejecutivo, que tiene seis, entre los secretarios de
Hacienda, Economía, Energía y tres subsecretarios), siga existiendo un grado de
opacidad obsceno que ya roza los niveles constitucionales al querer reformar
los artículos 27 y 28, absolviéndolos y, como dijera la activista Rocío Nahle
García, entrevistada por Ángel Ramos Trujillo: “para dejar como legal todo lo
ilegal que hacen ahora”.
Tatito
sentido común para entender que una de las petroleras más grandes del mundo,
cuyo valor supera los 460.5 millones de dólares; deba comenzar por reinventarse
administrativamente y limitar a un sindicato que más que eficiencia, representa
votos y desvíos de recurso como aquel del “Pemex-gate” en el año 2000,
protagonizado precisamente por Romero Deschamps.
Tantito
sentido común para entender que el petróleo en México dejó de ser “soberano”
hace mucho tiempo y que lo que se debe defender es la manera en que se
administra, con o sin inversión privada, pero que de haberla, reformar la Carta
Magna dista del cometido si no existe una debida distribución de los ingresos y
candados que tendrían quienes le inyecten dinero a una paraestatal que está del
mismo color que el crudo: negra, negra.
SUI
GENERIS
Otros gremios como el del Sindicato Único de
Trabajadores Electricistas de la República Mexicana manifiestan su descontento
con la iniciativa de Reforma Energética propuesta por el Ejecutivo Nacional,
aduciendo errores en las políticas de gobierno en el entorno energético.
En
un mensaje dirigido al presidente Enrique Peña Nieto, desglosan una numerología
importante, similar a la que presenta Pemex y que a continuación intentaré
simplificar: del cien por ciento de subsidios que otorga la Secretaría de
Hacienda y Crédito Público, sólo aproximadamente el 40 por ciento es
reintegrado a la Comisión Federal de Electricidad. De esto, se descuentan las
pérdidas reportadas por el mismo ente, las cuales dejan una utilidad de la
tercera parte para todo lo relacionado con infraestructura, capacitación y
actividades de la Comisión.
Si
bien es cierto que este manejo también debe ser revisado, recordemos que es la
Secretaría de Hacienda la que, como parte del Consejo de Administración de
Pemex, retira casi el 50 por ciento de su ganancia, en lugar de elaborar
esquemas de recaudación que colaboren con el fortalecimiento de la paraestatal
y no desfalcarla junto con lo que se apropia el STPRM.
Es ahí donde toma sentido
la propuesta de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, quien en las 12 líneas de acción
que plantea, promueve la separación (que bien pudiera ser, incluso, por lo
menos una limitación) de dicho sindicato y la SHCP del Consejo de
Administración, con la finalidad de que sean ellos la pieza clave para administrar
los recursos tributaria y laboralmente con mayor transparencia. ¿Alcanzará?
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